martes, 7 de agosto de 2018

Un año en la universidad.

El sentido de la productividad. Un sentido (ir)racional si me apuras en términos materialistas, cierto. Pero que en términos de supervivencia ¿qué es lo que conlleva? Sobrevivir es mantenerse en pie, que puedas mirarte los pies desde arriba, sí. Producir para sobrevivir…me resulta antagónico. ¿En qué momento un término que nace de la razón para superar uno que viene dado por lo natural y lo misterioso se convierte en una condena que parece nacer de la naturaleza sin derecho a réplica? Es decir, hay una inversión. Esto, según la lógica imagino que debe tener un nombre, no puede ser una simple contradicción, pero en todo el año que estuve matriculado en la facultad de Filosofía y Letras de Granada cursando filosofía solo asistí a un par de clases de lógica y lo único que recuerdo es la palabra tautología. Y no viene al caso para lo que hablo, aunque puede que sí en cómo lo hago. O no y sí. Porque si medimos en términos productivos mi paso por la universidad española se podría calificar de «cero en producción». Si quieren que entre en detalles no lo haré, solo decir que, mis resultados fueron lo justo y necesario para no tener que devolver la beca que me habían concedido para cursar el primer año -los liberales estarían muy contento con mi ejemplo de estudiante de clase trabajadora-; eso sí, les aseguro que fue con una nota más que notable. La cuestión es que para el Estado no fui alguien productivo. Pero, ¿para mi fue útil el pertenecer, aunque solo fuera por un curso académico, a esa pequeña vértebra del sistema educativo? Porque haciendo referencia a mis dudas anteriores sobre los términos producir y sobrevivir, a partir de ahora, mi vara de medir será entre lo útil y lo no útil.

 Para atender a estas consideraciones habrá que poner un mínimo de contexto al asunto. Año 2005. Aún no ha llegado la crisis económica. Yo sigo siendo pobre pero mis compañeros de instituto que decidieron no seguir el camino educativo ya conducen un Audi. Zapatero aún tiene buena prensa. Incluso la consideración de todo el izquierdismo institucional. Ha sacado al país de una guerra a la vez que ha cumplido una promesa electoral. Hay becas suficientes, ayudas al alquiler para estudiantes, la ley del matrimonio Gay, la ley de dependencia, las políticas de género, etc..; en fin, es el modelo de presidente socialdemócrata a seguir. Nunca habíamos tenido un gobernante tan moderno, en el sentido amplio del espectáculo (pero miren hoy a nuestro Pedro Sánchez). En las escaleras de la facultad -que curiosamente, no se encuentra en el edificio principal de la facultad de Filosofía y Letras, sino que comparte un edificio más allá de la facultad de económicas con la carrera de psicología, como a unos doscientos metros en sentido ascendente-  los trotskistas de tercer año discuten paternalmente con los maoístas de segundo,  los góticos y cybergpunks de cuarto te pasan por el lado sin mirar, mientras nosotros, los de primero, fumamos porros y bebemos cerveza desde las nueve de la mañana bajo la condescendiente mirada de los estudiantes de psicología que se dirigen a sus clases. Hay un personaje al que todos llaman El curilla, un tipo de unos cincuenta años que suele sentarse a tu lado sin pedirte permiso para entablar conversación, normalmente sobre creacionismo. Y luego el grupo de los yonquis, que no es que fueran un grupo en sí, ya que normalmente iban solos, pero de los cuales se solía hacer una referencia conjunta, cuyos miembros más representativos eran La chica del taladro, una chica que comía benzodiacepinas como pipas -quien tenía que poseer tantas recetas que siempre estaba dispuesta a suministrarte algunas gratuitamente-  y que estaba obsesionada con una película en la que el protagonista se taladraba el cráneo,  y el Patrick , un chico al que le gustaba pincharse cocaína intramuscularmente,  fabricar una especie de afrodisiaco químico que guardaba en el frigorífico de su casa, robar San Pedro de las glorietas de Málaga y tomar tanto ácido como podía, y al que finalmente, el padre acabó yendo a buscar para meterlo en una clínica de desintoxicación en Almería.
           
Visto desde fuera no tengo ni idea de si aquello parecía una universidad normal de filosofía, ya que no estuve en ninguna otra, pero el contraste entre las facultades de farmacia y económicas, que eran las que más cerca se encontraban, era considerable. Sin duda una cuestión puramente estética. Ya que una vez que entrabas en las aulas, debías pasar por la mesa del profesor de turno y escribir en un papel tu nombre y tu DNI. Esa rutina me parecía más propio de una especie de centro de internamiento. Pronto comprendí que la dinámica no era diferente a la infringida en el instituto. Aún no había llegado el Plan Bolonia, pero todo se preparaba para ello. Era casi imposible intentar tener un trabajo y a la vez ser estudiante. Aunque todo el mundo parecía feliz, al menos en el primer curso. No tantos aquellos que estando en tercer, cuarto y hasta quinto curso aún asistían a clases de Ética de primero. El profesor era un ridículo utilitarista del PSOE al que le encantaba el discurso para la galería de las dos primeras filas, normalmente repletas de alumnas del sexo femenino, y que presumía de sus relaciones con el proyecto Gran Simio a la vez que era un fan asiduo del plato alpujarreño de la cafetería de la facultad. Además, sus intenciones eran tan elevadas con sus futuros discípulos que para el primer examen nos preparó un texto de Stuart Mill en inglés, que para alumnos procedentes de la EGB y los primeros años de la ESO, podía llegar a ser algo complicado si no habías pertenecido a esa clase social que se permitía llevar a sus hijos a academias privadas de inglés paralelamente a la educación estatal. Aún así, es cierta la importancia y necesidad de aprender a leer a los autores en su lengua original, pero no esperaba la imposición de “páguense unas clases de inglés si no lo entienden” para unos alumnos que no habían recibido ningún tipo de formación correcta en inglés a pesar de sus años en el sistema escolar. Después de este examen que suspendí por mi negativa a realizar el ejercicio sobre dicho texto -aunque el resto del examen que era más del 70% fue realizado-, fue la única vez que he tenido el honor de estar en el despacho de un profesor universitario. Sobra decir que no volví a ninguna clase de ética a partir de ese momento. La que a priori era la asignatura que mayor interés despertaba en mi fue anulada de cualquier pretensión. Y la oferta, no por temática sino por método, no mejoraba. Antropología me la pasé en mi piso compartido de estudiantes leyéndome tres libros de estudios de campo y algunos apuntes básicos de Marvin Harris, Presocráticos, cuyo manual había escrito el propio profesor que impartía la asignatura no me mantuvo despierto ni por media clase…disculpen que no sea capaz ya ni de recordar las demás asignaturas. Salvo una, por supuesto. Introducción a la filosofía. Introducción a la filosofía, que como su propio nombre indica, es la cosa más básica que existe en todo el primer curso. Pero también, totalmente imprescindible y mucho más importante de lo que su nombre escrito en un boletín de asignaturas presupone. No voy a hacer un repaso aquí de una buena introducción a cualquier tema o lectura, pero es sabido que sin una correcta introducción en cualquier ámbito, puedes acabar partiéndote la cabeza contra una roca. Así que esta asignatura, de esas que llamaban Marías y que ni siquiera era obligatoria sino optativa, se convirtió en la única materia con algo de sustancia. La asignatura la impartía el profesor Segura. Quien fue el protagonista principal de que esta cosa de la introducción fuera especialmente divertida por varios motivos. El primero era por la leyenda que recorría al mismo profesor. Seguramente sería uno de los profesores de mayor edad de la facultad y no tenía necesidad de impartir esas clases, pero ¿qué le llevaba a ello? La leyenda decía que el profesor Segura había sido un marxista de libro hasta el día que tuvo un accidente de coche y tuvo una revelación. Es decir, pasó de la experiencia material a la experiencia mística. Ahora, además de dar clases en la facultad de filosofía las daba en la facultad de teología, podías verlo recorrer el campus al lado de un grupo de curas e incluso participaba en una tertulia en la televisión pública de la ciudad donde se producían acalorados debates sociales cargados de fe, normalmente acompañado también por un buen número de clérigos. Y el segundo motivo más importante era su forma de impartir las clases, y ya no solo su forma, sino su actitud y sus ocultas intenciones. El profesor Segura, que camuflaba cierto estrabismo detrás de sus grandes gafas, apuntó durante todo el año varias de las cuestiones principales de la historia de la filosofía -cuestiones que no me pondré a enumerar y explicar como comprenderán-. Lo hacía con pasión, con soltura, sonriendo al señalar puntos que para él eran llamativos, casi siempre en forma de desdén. El profesor Segura llegaba a clase, daba un repaso rápido a la cuestión del día, hacía sus anotaciones en la pizarra y se volvía hacia el público, y pensaba para sí: Empieza la caza. Él no tenía que hacer nada, él solo dejaba el tiempo suspendido, ahora era el momento de discutir sobre lo explicado; y sus alumnos eran sus víctimas. Aquellos que en primer curso se dirigían al profesor citando a Schopenhauer -seguramente sin haberlo leído, al menos como se debe leer la filosofía- o incluso a Spinoza, eran los primeros en caer en la trampa. Los anzuelos saltaban sobre los cabezas. El profesor Segura se mostraba serio y sonriente a la vez, detrás de sus gafas. Limpiándose las manos de tiza esperaba las preguntas a las que solía responder con otra pregunta y que si recibía respuesta decapitaba sin compasión en un golpe dialéctico. Este juego duraba lo que el profesor quisiera. Cuanto más listo se presuponía el alumno más cruel era. Y a mi todo aquello me parecía maravilloso. Porque toda aquella pantomima institucional y educacional iba por fin de algo más. El día que contestó con una de las sonrisas más afiladas que he visto jamás “el trabajo dignifica, esto es la máxima del marxismo” a un supuesto alumno de izquierdas no pude evitar una carcajada. Me encontraba en la última fila, aunque a su clase no asistían muchos alumnos, así que bajándose las gafas para mirar de lejos me pudo ver. Casi cuando acababa el curso decidí hacerle una pregunta. No había intervenido en todo el año ni el profesor se había dirigido hacia mi. Sabía que estaba y me dejaba estar. No tenía ningún interés en mi. Se discutía algo sobre la conciencia de la existencia. Tuve una curiosidad y en vez de apuntarla para mi como lo hacía siempre, lo hice en voz alta de forma repentina y casualmente inconsciente. Y entonces vi su sonrisa directa sobre mi. Quizás estuvo todo el año esperándome. Incluso dio unos pasos hacia el pasillo central del aula para estar más cerca. Me hizo repetir la pregunta. Y me contestó. De golpe. Pero el profesor Segura sabía que el odio de clase siempre contesta. Y le rebatí su respuesta. Entonces dejó de sonreír. Se puso a pensar. Y me dije “estoy muerto y soy el tipo más estúpido de toda la facultad ahora mismo”. Abrió los ojos y se dirigió hacia mi. Agachándose aún más sobre las gafas. De pronto ya no estaba serio. Me miró un segundo y dijo:  bueno sí, en ese caso, usted es un idealista. Y girándose sobre si mismo, dándome la espalda continuó: se lo doy por válido.


Pocas semanas después me perdí el examen de Introducción a la filosofía. Ese mismo día una persona a la que ni siquiera conocía era enterrada. Y no sé cómo ni por qué, yo fui a su entierro. Y ya no volví a la universidad. ¿Qué fue útil o no útil de todo aquello?

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