El sentido de la
productividad. Un sentido (ir)racional si me apuras en términos materialistas,
cierto. Pero que en términos de supervivencia ¿qué es lo que conlleva? Sobrevivir
es mantenerse en pie, que puedas mirarte los pies desde arriba, sí. Producir
para sobrevivir…me resulta antagónico. ¿En qué momento un término que nace de
la razón para superar uno que viene dado por lo natural y lo misterioso se
convierte en una condena que parece nacer de la naturaleza sin derecho a
réplica? Es decir, hay una inversión. Esto, según la lógica imagino que debe tener
un nombre, no puede ser una simple contradicción, pero en todo el año que
estuve matriculado en la facultad de Filosofía y Letras de Granada cursando
filosofía solo asistí a un par de clases de lógica y lo único que recuerdo es
la palabra tautología. Y no viene al
caso para lo que hablo, aunque puede que sí en cómo lo hago. O no y sí. Porque
si medimos en términos productivos mi paso por la universidad española se
podría calificar de «cero en producción». Si quieren que entre en detalles no lo haré, solo decir que,
mis resultados fueron lo justo y necesario para no tener que devolver la beca
que me habían concedido para cursar el primer año -los liberales estarían muy
contento con mi ejemplo de estudiante de clase trabajadora-; eso sí, les
aseguro que fue con una nota más que notable. La cuestión es que para el Estado
no fui alguien productivo. Pero, ¿para mi fue útil el pertenecer, aunque solo
fuera por un curso académico, a esa pequeña vértebra del sistema educativo?
Porque haciendo referencia a mis dudas anteriores sobre los términos producir y sobrevivir, a partir de
ahora, mi vara de medir será entre lo
útil y lo no útil.
Para atender a estas
consideraciones habrá que poner un mínimo de contexto al asunto. Año 2005. Aún
no ha llegado la crisis económica. Yo sigo siendo pobre pero mis compañeros de
instituto que decidieron no seguir el camino educativo ya conducen un Audi.
Zapatero aún tiene buena prensa. Incluso la consideración de todo el
izquierdismo institucional. Ha sacado al país de una guerra a la vez que ha
cumplido una promesa electoral. Hay becas suficientes, ayudas al alquiler para
estudiantes, la ley del matrimonio Gay, la ley de dependencia, las políticas de
género, etc..; en fin, es el modelo de presidente socialdemócrata a seguir.
Nunca habíamos tenido un gobernante tan moderno, en el sentido amplio del
espectáculo (pero miren hoy a nuestro Pedro Sánchez). En las escaleras de la
facultad -que curiosamente, no se encuentra en el edificio principal de la
facultad de Filosofía y Letras, sino que comparte un edificio más allá de la
facultad de económicas con la carrera de psicología, como a unos doscientos
metros en sentido ascendente- los
trotskistas de tercer año discuten paternalmente con los maoístas de segundo, los góticos y cybergpunks de cuarto te pasan
por el lado sin mirar, mientras nosotros, los de primero, fumamos porros y
bebemos cerveza desde las nueve de la mañana bajo la condescendiente mirada de
los estudiantes de psicología que se dirigen a sus clases. Hay un personaje al
que todos llaman El curilla, un tipo
de unos cincuenta años que suele sentarse a tu lado sin pedirte permiso para
entablar conversación, normalmente sobre creacionismo. Y luego el grupo de los
yonquis, que no es que fueran un grupo en sí, ya que normalmente iban solos,
pero de los cuales se solía hacer una referencia conjunta, cuyos miembros más
representativos eran La chica del taladro,
una chica que comía benzodiacepinas como pipas -quien tenía que poseer tantas
recetas que siempre estaba dispuesta a suministrarte algunas gratuitamente- y que estaba obsesionada con una película en
la que el protagonista se taladraba el cráneo, y el Patrick
, un chico al que le gustaba pincharse cocaína intramuscularmente, fabricar una especie de afrodisiaco químico
que guardaba en el frigorífico de su casa, robar San Pedro de las glorietas de
Málaga y tomar tanto ácido como podía, y al que finalmente, el padre acabó
yendo a buscar para meterlo en una clínica de desintoxicación en Almería.
Visto desde fuera no tengo ni idea de si aquello parecía una universidad
normal de filosofía, ya que no estuve en ninguna otra, pero el contraste entre
las facultades de farmacia y económicas, que eran las que más cerca se
encontraban, era considerable. Sin duda una cuestión puramente estética. Ya que
una vez que entrabas en las aulas, debías pasar por la mesa del profesor de
turno y escribir en un papel tu nombre y tu DNI. Esa rutina me parecía más
propio de una especie de centro de internamiento. Pronto comprendí que la
dinámica no era diferente a la infringida en el instituto. Aún no había llegado
el Plan Bolonia, pero todo se preparaba para ello. Era casi imposible intentar tener
un trabajo y a la vez ser estudiante. Aunque todo el mundo parecía feliz, al
menos en el primer curso. No tantos aquellos que estando en tercer, cuarto y
hasta quinto curso aún asistían a clases de Ética
de primero. El profesor era un ridículo utilitarista del PSOE al que le
encantaba el discurso para la galería de las dos primeras filas, normalmente
repletas de alumnas del sexo femenino, y que presumía de sus relaciones con el
proyecto Gran Simio a la vez que era un fan asiduo del plato alpujarreño de la
cafetería de la facultad. Además, sus intenciones eran tan elevadas con sus
futuros discípulos que para el primer examen nos preparó un texto de Stuart
Mill en inglés, que para alumnos procedentes de la EGB y los primeros años de
la ESO, podía llegar a ser algo complicado si no habías pertenecido a esa clase
social que se permitía llevar a sus hijos a academias privadas de inglés
paralelamente a la educación estatal. Aún así, es cierta la importancia y
necesidad de aprender a leer a los autores en su lengua original, pero no
esperaba la imposición de “páguense unas
clases de inglés si no lo entienden” para unos alumnos que no habían
recibido ningún tipo de formación correcta en inglés a pesar de sus años en el
sistema escolar. Después de este
examen que suspendí por mi negativa a realizar el ejercicio sobre dicho texto
-aunque el resto del examen que era más del 70% fue realizado-, fue la única
vez que he tenido el honor de estar en el despacho de un profesor
universitario. Sobra decir que no volví a ninguna clase de ética a partir de
ese momento. La que a priori era la asignatura que mayor interés despertaba en
mi fue anulada de cualquier pretensión. Y la oferta, no por temática sino por
método, no mejoraba. Antropología me
la pasé en mi piso compartido de estudiantes leyéndome tres libros de estudios
de campo y algunos apuntes básicos de Marvin Harris, Presocráticos, cuyo manual había escrito el propio profesor que
impartía la asignatura no me mantuvo despierto ni por media clase…disculpen que
no sea capaz ya ni de recordar las demás asignaturas. Salvo una, por supuesto. Introducción a la filosofía. Introducción
a la filosofía, que como su propio nombre indica, es la cosa más básica que
existe en todo el primer curso. Pero también, totalmente imprescindible y mucho
más importante de lo que su nombre escrito en un boletín de asignaturas
presupone. No voy a hacer un repaso aquí de una buena introducción a cualquier
tema o lectura, pero es sabido que sin una correcta introducción en cualquier
ámbito, puedes acabar partiéndote la cabeza contra una roca. Así que esta
asignatura, de esas que llamaban Marías
y que ni siquiera era obligatoria sino optativa, se convirtió en la única
materia con algo de sustancia. La asignatura la impartía el profesor Segura.
Quien fue el protagonista principal de que esta cosa de la introducción fuera
especialmente divertida por varios motivos. El primero era por la leyenda que
recorría al mismo profesor. Seguramente sería uno de los profesores de mayor
edad de la facultad y no tenía necesidad de impartir esas clases, pero ¿qué le
llevaba a ello? La leyenda decía que el profesor Segura había sido un marxista
de libro hasta el día que tuvo un accidente de coche y tuvo una revelación. Es
decir, pasó de la experiencia material a la experiencia mística. Ahora, además
de dar clases en la facultad de filosofía las daba en la facultad de teología,
podías verlo recorrer el campus al lado de un grupo de curas e incluso
participaba en una tertulia en la televisión pública de la ciudad donde se producían
acalorados debates sociales cargados de fe, normalmente acompañado también por
un buen número de clérigos. Y el segundo motivo más importante era su forma de
impartir las clases, y ya no solo su forma, sino su actitud y sus ocultas
intenciones. El profesor Segura, que camuflaba cierto estrabismo detrás de sus
grandes gafas, apuntó durante todo el año varias de las cuestiones principales
de la historia de la filosofía -cuestiones que no me pondré a enumerar y
explicar como comprenderán-. Lo hacía con pasión, con soltura, sonriendo al
señalar puntos que para él eran llamativos, casi siempre en forma de desdén. El
profesor Segura llegaba a clase, daba un repaso rápido a la cuestión del día,
hacía sus anotaciones en la pizarra y se volvía hacia el público, y pensaba
para sí: Empieza la caza. Él no tenía que hacer nada, él solo dejaba el tiempo
suspendido, ahora era el momento de discutir sobre lo explicado; y sus alumnos
eran sus víctimas. Aquellos que en primer curso se dirigían al profesor citando
a Schopenhauer -seguramente sin haberlo leído, al menos como se debe leer la
filosofía- o incluso a Spinoza, eran los primeros en caer en la trampa. Los
anzuelos saltaban sobre los cabezas. El profesor Segura se mostraba serio y
sonriente a la vez, detrás de sus gafas. Limpiándose las manos de tiza esperaba
las preguntas a las que solía responder con otra pregunta y que si recibía
respuesta decapitaba sin compasión en un golpe dialéctico. Este juego duraba lo
que el profesor quisiera. Cuanto más listo se presuponía el alumno más cruel
era. Y a mi todo aquello me parecía maravilloso. Porque toda aquella pantomima
institucional y educacional iba por fin de algo más. El día que contestó con
una de las sonrisas más afiladas que he visto jamás “el trabajo dignifica, esto es la máxima del marxismo” a un supuesto
alumno de izquierdas no pude evitar una carcajada. Me encontraba en la última
fila, aunque a su clase no asistían muchos alumnos, así que bajándose las gafas
para mirar de lejos me pudo ver. Casi cuando acababa el curso decidí hacerle
una pregunta. No había intervenido en todo el año ni el profesor se había
dirigido hacia mi. Sabía que estaba y me dejaba estar. No tenía ningún interés
en mi. Se discutía algo sobre la conciencia de la existencia. Tuve una curiosidad
y en vez de apuntarla para mi como lo hacía siempre, lo hice en voz alta de
forma repentina y casualmente inconsciente. Y entonces vi su sonrisa directa
sobre mi. Quizás estuvo todo el año esperándome. Incluso dio unos pasos hacia
el pasillo central del aula para estar más cerca. Me hizo repetir la pregunta.
Y me contestó. De golpe. Pero el profesor Segura sabía que el odio de clase
siempre contesta. Y le rebatí su respuesta. Entonces dejó de sonreír. Se puso a
pensar. Y me dije “estoy muerto y soy el
tipo más estúpido de toda la facultad ahora mismo”. Abrió los ojos y se
dirigió hacia mi. Agachándose aún más sobre las gafas. De pronto ya no estaba
serio. Me miró un segundo y dijo: bueno sí, en ese caso, usted es un
idealista. Y girándose sobre si mismo, dándome la espalda continuó: se lo doy por válido.
Pocas semanas después me perdí el examen de Introducción a la filosofía. Ese mismo día una persona a la que ni
siquiera conocía era enterrada. Y no sé cómo ni por qué, yo fui a su entierro. Y
ya no volví a la universidad. ¿Qué fue útil
o no útil de todo aquello?
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