Las últimas décadas hemos oído la
posibilidad de un virus asesino que acabara con la población mundial. Sobre
todo lo hemos contemplado en productos audiovisuales —cómo no—, más allá de
programas televisivos magufos especializados. Desde las películas Estallido, pasando por 28 días después, a la serie Utopía. Bien, pues ya llegó. Y ahora qué
hay que decir.
Pues bien, repito: no ha nada que
decir. Simplemente llegó. No se sabe si de una sopa de murciélago o un
laboratorio chino o estadounidense (sorprendentemente a Rusia en esta historia
no se le ha asignado un papel principal). Los filósofos, científicos y
literatos se han puesto manos a la obra para mostrarnos una realidad. Tanto la
que estamos viviendo como la que está por venir. Y aún así: ¿qué hacemos los
demás?
Asistimos frente al televisor a las
diferentes comparecencias institucionales. Ya no sólo atendemos a nuestro
presidente del gobierno o sus diferentes ministros, sino que se han incorporado
a la imagen de la democracia distintos sujetos de las fuerzas armadas y
policiales del estado. Y los atendemos cómo expertos de no se qué. Escuchamos
el número de denuncias públicas efectuadas por éstos. Intervenciones y demás
propósitos ejemplarizantes. Qué nos va a
quedar: nos preguntamos en un fuero interno que no reconocemos. Tampoco intento
llegar a él. Qué pretensión.
Dicen que en las capitales existe un
helicóptero nocturno con un cañón de luz persiguiendo a los infractores que se
intentan camuflar entre los edificios. Con distintos destinos y propósitos. Casualmente,
el control es más férreo y los resultados más satisfactorios cuanto más pobre
es el barrio. El eufemismo elegido para este encierro es el de confinamiento.
No sé las especificaciones de este vocablo, igual es solo un sinónimo
institucional para la ocasión. La cuestión es que hemos aceptado esto como algo
necesario. La muerte es una realidad, una realidad ante la que no tenemos nada
que plantear. Y aún así, el trabajo, el futuro, la industria —ésta o aquélla—,
se plantan delante de nosotros como muros inquebrantables en los que sujetarse.
Nuestro equilibrio mental es su equilibrio vital. El supermercado se ha erigido
templo definitivo, y definitivamente, de una sociedad post post post espectáculo.
Vacía de teoría. De una con la suficiente fuerza para hacer arder las ruinas de
oro chapado.
Así que ya llegó.
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