I
Anoche soñé con mi propia muerte. Un
plano en picado. Yo de unos setenta y pico años, casi igual de blanco que ahora
pero con algunos lunares más. Una frente calva. Una melena blanca por los
hombros y una barba larga en la barbilla casi hasta la nuez. Blanca. Un taparrabos estilo cristiano. Modelo
Jesucristo. Aunque no me llevaban en cruz. No sé quién me llevaba. Sólo veo sus
cabezas. No reconozco a nadie. Sólo me
reconozco a mi aunque nunca me haya visto así. Sólo reconozco mi muerte. La
puerta de umbral en oscuridad por la que me van a introducir. No hay ningún
otro tipo de plano. Plano secuencia en picado. Desde una grúa bien alta. No hay
angular. La acción no sufre ningún corte. Es algo silencioso. Rápido.
Y al día siguiente soñé con Camboya.
Con una ciudad en llamas. Con sus gentes en llamas. Con una selva en llamas.
Con sus templos en llamas. Con mi pelo lacio y el tuyo rizoso quemándose. Y
nuestros cuerpos rotos quemándose. Había
un vértigo en todo ello. Todo era luz día. Todo era en movimiento. Muy cerca y
muy corto. Desenfocado. Y todo era fuego negro. Que termina al corte cuando
despierto. Quemándome.
Tengo el cuerpo metido en un lago.
Aunque no lo vea. Mi cuerpo. El lago sí lo veo delante y al fondo. Cortando un
bosque por el centro. El agua se mueve. Mi cabeza se mueve. No existe una
imagen estática. Y la luz se va apagando. Estamos en hora bruja. Un cisne negro
con el pico rojo se acerca. Y mis pies vistos por una cámara subacuática se
agitan. Existe un miedo. El plano detalle del pico es el miedo. Pero el lago se
abre y hace una panorámica hacia la derecha. Hay un cisne naranja. Se acerca.
Despacio pero con fuerza. Y el negro se aparta. Desaparece del cuadro. La
fuerza es paz. El cisne naranja se aleja unos metros. Tiene el pico rojo también. Se mantiene en la distancia. Y lo fijo de
toda esta imagen, es paz.
IV
Desde la oscuridad nace en un
travelling de luz la imagen de un rostro. De un rostro dulce. Y a la vez
aterrador cuando veo sus ojos al detalle, sus ojos sin iris. Y cojo sus manos frías y giro alrededor de
ella en 360º. Y veo que el sexo no existe. Que sólo es un rostro y una mano en
un fondo negro con una especie de mensaje en claroscuro. Y que todo se trata de
detalles. Mi boca entreabierta por la necesidad de aire. Sus venas hinchadas
por el contacto de mis uñas en su piel. Nuestros rostros cortándose una y otra
vez en un negro casi imperceptible. Aunque yo pueda sentir esa oscuridad entre
esta aborigen de planos sobre su nuca. Y todo se pierde sobre el fondo como era
de esperar, con esa sensación extraña que te produce jugar con un zoom
enfrentado en la dirección del travelling. Esta noche no habrá matrimonio con
el más allá. La ceremonia aún está aquí. Refugiada por un filtro de luz.
En una colina. Uno por uno. Montados
en sus caballos. Llenos de polvo y suciedad. Cuatro planos en una panorámica
lenta. Hacia la derecha. Los cuatro primeros y últimos hombres. Abren sus bocas
en muecas de sudor y ansias. Corte a. Unas vacas sagradas como las de la India
en la orilla de un río. Entre ellas algunos niños. Es un punto de vista
subjetivo. Se disponen a entrar en cuadro. Entran con sus cuchillos. Con un
grito ancestral ininteligible desde la vida del no sueño, pero reconocible en
tu verdadera vida antigua/pasada. Las vacas
son asesinadas. La sangre salpica la cámara. Los ojos de los asesinos. O quizás
los salvadores. Los niños corren. Desaparecen. La orilla es un cementerio de
cuernos y huesos. La sangre tapa los ojos de los hombres. La sangre lo tapa
todo y lo vuelve oscuro.
Aparezco disuelto de realidad.
Disuelto en extremidades. Entre el sueño y el no sueño. Entre el pasillo y la
habitación. Aparezco completo pero asustado. El mobiliario de la habitación,
gracias al plano americano. Oigo sus ladridos fuera de campo. Aún sus ladridos.
Me muevo rápidamente. Un pequeño corte a negro en el umbral de la puerta. Estoy
en el pasillo de espaldas, en el centro del cuadro. Miro hacia abajo. En el
suelo hay una meada. Una meada suya, de perra anciana. Una meada que lo abarca
todo. Que se abre a través del terrazo. Pero ella no está por ningún lado. Ella
está en en el patio bajo el árbol. En mi estómago aún.
Bailo descalzo. Bailo a través de
cabezas de mujeres y moños ornamentados. Dejo mi halo de movimiento por shutter
como un perfume sobre la sala. Los colores son uno con mis extremidades.
Alguien observa desde arriba. Una grúa moviéndose como una steady. Suelta, sin
pesos. Yo levantando un pie negro. Yo batallando frente a la Gran Mujer. Un
primerísimo primer plano de sus ojos. Y
todo el movimiento del sueño de mi cuerpo se para con un ahogado ruido de
asfixia. Las mujeres estáticas son gemelas. Trillizas, cuatrillizas,
quintillizas...una misma sombra negra. Irónica. Y mi sudor diluye toda esta
liberación. Toda esta imagen.
Te alejas y te acercas. Apareces y
desapareces como un espectro sobre la misma capa de calle. Exterior noche. Con
un filtro azul. Sin pixeles a pesar del truco apareces a mis pies. Dejas que te
toque y diga: sé que estás viva. Pero si paneo a mi derecha no hay nadie
a quien decírselo. La calle está vacía. La luna no es más que un foco del 36.
Vuelves a desaparecer, al fondo, sobre la puerta de la primera casa. Todo queda
vacío. No se oye ni el silencio. Ni mi estómago al que siento.
Anoche mi
hermano estaba muerto por un cáncer en picado
hacia una ambulancia en la misma
cuesta que mi abuelo le salvó
de ahogarse con sólo dos años. Y su
rostro no se podía enfocar
porque su oscura piel luminosa ahora
era gris
y sus muslos sólo huesos polvo en
las manos fijas de mi madre.
Y esta era la fotografía oscura y
ruidosa de la muerte de mi hermano,
un joven muerto de realismo rural.
Todo era mi
boca. Abierta. Y mis dientes cayéndose fuera de cuadro
destruidos ante una gran fuga negra
de la que el eco se hacía sonido.
grito cerrando mi boca ante un robot
de luces. El silencio lo funde todo.
mi boca sin dientes desaparecida.
El plano se agita cuesta abajo al
ritmo de nuestras cabezas.
Hablamos sobre la orden de rodaje
aunque nuestras palabras no se oigan;
sólo el sonido ambiente de los
coches y los gritos. La conversación acaba al corte.
El negro se extiende en el tiempo,
en su propio tiempo antes de abrirse.
Todo está iluminado. Es cegador pero
nada divino, sólo son focos.
Veo dientes de cerca que se mueven y
se abren. Que se ríen.
Labios de rojo mejor pintados que de
costumbre. Silencio, por favor.
Al fondo, subjetivo y americano,
respirando prisas y murmullos estoy yo.
Silencio, vamos a rodar.
Soñé con la plenitud. Con la
plenitud de la muerte. En un gran plano vacío. Sólo había luz. Una luz que se
cortaba a unos 12 fotogramas por segundo. Y mis extremidades se insertaban en
ella repasando al detalle heridas y callos de los roces vividos. Y el vacío se
hizo sonido. Un sonido tenue de corazón sincronizado con los cortes; de los
fotogramas, de mi cuerpo muerto y pleno.
El mar inundó todo con su grandísimo plano general hasta inundarlo todo
en un plano detalle como un fondo abstracto azul y verde, oscuro, y lleno de
espuma. Una transición hasta el viaje de un travelling sobre la ventana de un
tren, donde afuera, el mundo se ahoga, y los huesos se mueven al vaivén de una
grúa con poco peso. La muerte en ese instante me concede un flashforward. Y reconozco la playa en la
que estuve. La última playa. Los niños con sus juegos y sus elipsis de baños.
Ancianos observando desde lo alto, fuera de la arena. El sol se oculta y todo
se oscurece. Todo se cierra.
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