Estos días me
encuentro en una residencia para artistas con una beca pública, con la intención
de terminar un nuevo libro y de paso si es posible, poder hacer una película
sobre este proceso creativo. En la residencia, junto a mi, hay tres personas más.
Las tres estadounidenses: una de origen salvadoreño, otra de origen colombiano
-las dos de primera generación- y una de origen irlandés -que, al ser de
tercera generación, al menos, se considera una verdadera americana (yanqui)-. El
otro día, durante la cena, se nos sumaron tres personas más: la gestora de la
residencia, una francesa que lleva viviendo en España desde hace diecinueve
años, una medio mexicana holandesa, y otra española de origen mexicano, hija de
esta última. Bien. Si van echando cuentas, de estas siete personas, para tres
el español es nuestra lengua madre, para dos, es su segunda lengua y la que
usan tanto en su ámbito familiar como en sus relaciones sociales, a veces
incluso, en su trabajo, a pesar de haber nacido en EEUU; para otra, es su
lengua de trabajo e incluso familiar después de diecinueve años trabajando y
viviendo en nuestro país, y salvo para la yanqui (que al haber vivido en Miami
chapurreaba algo de español), ésta no era desconocida ni difícil de entender
para ninguno de los componentes de la velada. Pues bien, sigamos. A la hora de
sentarnos a la mesa, la persona de origen mexicano medio holandés tomó las
riendas de la conversación de esa noche, decidiendo que la mejor opción para
ello era el inglés. Al principio incluso para mi fue algo normal, como una
aceptación al encontrarme en un terreno «internacional». Pero al rato, desconectando de la misma conversación, entre
los diferentes acentos que me llegaban al oído me planteé la misma cuestión que
intento transmitirles a ustedes: ¿por qué estamos usando la lengua del
imperialismo? ¿por qué si en una mesa de siete personas seis de ellas hablan de
manera fluida el español por origen o experiencia estamos hablando en inglés?
Quizás esta respuesta vaya más allá de una cuestión lingüística. Para ello,
apuntaré a la persona de origen mexicano medio holandés que fue la que tomó la
decisión por iniciativa propia. Primeramente, en su monopolio de todo tema, se
encargó de señalar que había trabajado para el Museo del Prado y el Thyssen
Bornemisza, tanto en Madrid como en Málaga. ¿Es una obligatoriedad hablar en
inglés en el mundo del arte? ¿Qué papel juega el mundo anglosajón en el mundo
del arte? ¿Es arte lo que la industria del arte americana dice qué es arte? Aquello,
se iba pareciendo por momentos a algunas secuencias de la película The Square (Ruben Ostlund,2017) y a mí me estaban entrando cada vez más ganas
de subirme a la mesa y hacer el artista-gorila y acabar con ese colonialismo lingüístico
que había aparecido de repente, para colmo, aquí en el sur de España, donde
algo sobre colonialismo creo que podemos decir por propia experiencia, desde
los Reyes Católicos hasta la
turistificación de estos días. Y en ese momento, oí que pronunciaban mi
nombre reconectándome a la conversación. La persona de origen mexicano medio holandés
había hecho una ronda sobre ¿qué
proyectos tenéis para cuando salgáis de aquí? A lo que mi cerebro reconoció
haber oído sin prestarle atención momentos antes, que todo el mundo tenía
planes artísticos que reseñar, una universidad de escritura creativa a la que
volver en Pittsburgh o una vida en Bristol, por ejemplo, y que yo me encargué
de contestar con un simple: Now, my first
concern is work. Tras lo cual se hizo un silencio y rápidamente, de nuevo,
la persona de origen mexicano medio holandés, se encargó de reconducir la
situación hacia sus intereses. Este silencio, que en ese momento no quise
reconocer por una mera cuestión adaptativa, no es más que el silencio de las clases
altas ante la necesidad. Aquello que ellos no conocen. ¿Cómo puede importarme más
el trabajo que la práctica artista? ¡Menudo crimen! Lo curioso, es que varios
minutos después, esta persona -la monopolizadora de conversaciones- decidió
hablar del conflicto catalán. Mi perplejidad no podía ser mayor, primeramente,
porque ninguna de las estadounidenses había mostrado el mínimo interés en la
política española y lo segundo por lo categórico de sus afirmaciones, en una
necesidad de ideologizar al resto de comensales que se me escapó a cualquier entendimiento
previo. Esta persona, precisamente, mostraba sus quejas porque en otras cenas
en Cataluña, con amigos catalanes en mayoría, se había decidido hablar en inglés
con tal de no hablar en español. ¡Oh my God! ¡Fuck you! La conclusión estaba
clara ahora.
Al igual que el
nacionalismo se puede considerar una lucha de interés burgueses, el uso de la
lengua tiene la misma intención. El inglés es más importante que el español,
pero el español es más importante que el catalán, y ahí está el conflicto. Lo
importante da beneficios, por lo tanto, es la mejor opción siempre para un
burgués, que sea del mundo del arte o cualquier otra industria no es relevante,
siempre piensa en el beneficio y la reproducción y permanencia de su sistema
para él y sus hijos. Por ello, el uso del español, su reivindicación frente a
lo anglosajón, es tan importante hoy en día que el imperio yanqui ve
cuestionada su capacidad hegemónica no solo ya económica sino geográfica y demográfica.
Lejos de caer en el nacionalismo español -ya que al hablar lo hago en andalú, sin ningún pudor sea cual sea la
circunstancia- el español chicano, el castellano, el del sur, el del norte, el
de Europa o el de cualquier parte de América, no puede seguir acomplejado por
esa arma que es la lengua del imperialismo. Y no deberíamos olvidar esto al
igual que se olvidaron las proclamas antimperialistas como el famoso OTAN NO,
que precisamente se empezaron a esfumar con un gobierno del PSOE (OTAN DE
ENTRADA NO) como el que estos días ha llegado a la presidencia del gobierno, y
tantas otras exigencias de esas revoluciones “que no están de moda” como dice por ahí un gurú de la economía televisiva
y tuitera, con resignación frente al imperio contra el que un día luchamos.
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